Mi cuento LA TERCERA BALADA DE BRAHMS obtuvo el primer premio en 2011. Os lo dejo completo. Es mi regalo a los lectores de este blog en el Día del Libro.
LA TERCERA BALADA
DE BRHAMS
Paolo levantó la tapa del piano y se sentó en la banqueta con forma de
pájaro. Un fuerte espasmo le agarrotó los dedos. No era la primera vez: en los
últimos meses le había ocurrido con frecuencia alarmante. Nadie debía darse
cuenta del problema. Simuló acomodar las partituras. El calambre solía pasar
pronto.
Los asistentes dejaron de masticar galletitas, cesaron en sus
conversaciones y cuchicheos para seguir el concierto. Paolo, acariciando las
teclas, comenzó a interpretar a Brahms.
Pero el clima jugaba en su
contra: una tormenta de verano estaba en pleno apogeo. Los relámpagos dibujaban
culebras ardientes y convertían el horizonte en un cuadro abstracto, una
pintura que figuraba rasgarse con el fragor de los truenos. Comenzó a llover con furia, y parecía que el cosmos iba a
hundirse.
Mientras Paolo ejecutaba la “Tercera Balada de Brahms”, un resplandor
inundó el gran salón del palacio de la Embajada. Un rayo acababa de penetrar
por un ventanal, una luz sobrenatural que recorrió el camino rectilíneo de la
barra de hierro del cortinaje, saltó hacia la otra barra en la siguiente
ventana y salió por ésta. Decenas de ojos presenciaron atónitos la escena.
Paolo interrumpió la obra. Se enderezó la pajarita roja, se estiró el smoking y esperó a que los gritos de los
asistentes se extinguieran y volviera la calma. El pianista levantó la mirada,
la fue posando en cada uno de ellos hasta detenerla en la mujer vestida con un
elegante traje rojo, largo, que estaba quitándose unos guantes hasta el codo,
al estilo Gilda, y que desde un extremo de la sala lo miraba con admiración.
Era Elena, su mujer, con la misma cara de niña adolescente de la que él y su
hermano habían estado enamorados como romeos. Pero fue él quien la conquistó.
El artista se sentía transportado por esa imagen, y eufórico de pensar que ella
vibraba con su música. Lo amaba a él, lo admiraba por su talento y por su fama,
no en vano era el homenajeado esta noche en la Embajada. Su retirada como
músico era irreversible.
Mientras los invitados trataban de recomponerse después del sobresalto por el rayo intruso, Paolo comenzó a
tocar las teclas como si de una amante se tratara, con suaves compases
tranquilizadores. Se acordó de Alexandro, su hermano gemelo, al que le gustaba
tanto esta pieza; recordó su infancia repleta de mendrugos y privaciones, de
cómo pudieron salir de la pobreza en aquel pueblecito de la Toscana y estudiar
música con grandes maestros gracias al mecenazgo de una de las familias más
importantes de la región.
Paolo y Alexandro eran como un ojo a otro ojo. Nadie podía diferenciarlos,
ni siquiera sus padres. Paolo siempre había tenido reparos en reconocer que su
hermano era más brillante que él en todo, contaba chistes como nadie y
resultaba atractivo a las chicas. Pero él aparentaba no sentir envidia de su gemelo, incluso fingía
que lo admiraba. Como aquel día en la escuela cuando Alexandro fue el único que
supo recitar de memoria al maestro: “Ramón Berenguer Entenza fue hecho
prisionero mientras dormía y tomó el mando Bernardo de Rocafort, que de
victoria en victoria, casi quedó hecho dueño del imperio”. Paolo recordaba que
los alumnos se quedaron con la boca abierta y el maestro colocó a Alexandro el
primero de la clase. Él dijo a todos que se sentía muy ufano de tener un
hermano tan inteligente. En su mente resonaban las palabras del maestro
informando a sus padres de que no cabía duda que Alexandro lo superaba con
mucho, pero que, sin embargo, Paolo era un chico más constante y aplicado, que
llegaría lejos. Siempre supo jugar su papel de niño bueno.
En su primer concierto juntos, siendo adolescentes, Alexandro se llevó
las mejores felicitaciones de sus maestros y una bandada de jovencitas no
dejaron de revolotear a su alrededor mientras Paolo, más tímido, observaba los
éxitos de su hermano con rencor; no soportaba que fuera mejor que él en todo.
Además, Elena prefirió a Alexandro y se prometieron.
Con frecuencia las chicas los confundían, y lanzaban a Paolo
miradas provocadoras y se le insinuaban creyendo que era Alexandro. Él se
sonrojaba, aunque, a veces, se atrevía a suplantar a su hermano en los ligues
amorosos. Así consiguió a Elena, haciéndose pasar por Alexandro, en un
principio.
Ahora se avergonzaba de las trampas que le había puesto a su hermano:
desafinando sus instrumentos, cambiándole las partituras, encerrándolo en la
buhardilla para que no llegara a tiempo a algún concierto importante,
propagando hazañas indignas que Alexandro nunca
cometió, pero que lo hicieron merecedor de mala fama.
Los mecenas se cansaron pronto de la inconstancia
de Alexandro y prefirieron contar con la presencia de Paolo en sus
celebraciones importantes. Siempre fue un espíritu inquieto. Aunque según los
entendidos, Alexandro tenía más talento musical que Paolo, éste aseguraba que
su hermano no deseaba pasarse la vida descargando su agresividad sobre las
teclas y pegado su culo a una banqueta. Hasta que un día Paolo le dijo que su novia ya no
le amaba, que lo prefería a él y se casarían. Alexandro enloqueció por la
pérdida de Elena y Paolo lo ingresó en un psiquiátrico. Hizo correr la voz
de que su hermano se había unido a una expedición por la selva amazónica, que
le gustaba la vida bohemia, vivir sin ataduras. A sus padres les llegaron
noticias de que tenía contactos con la mafia, que deseaba otros alicientes,
vivir aventuras, viajar por países exóticos.
Desde hacía muchos años nadie había vuelto a saber
de Alexandro. Nadie, excepto su hermano gemelo.
Paolo llevaba tiempo pensando que era el momento de retirarse. Mejor
hacerlo ahora, en pleno éxito, con una carrera plagada de triunfos y
reconocimientos. Prefería retirarse a tiempo y ser recordado como una gran
figura a que lo retiraran los calambres, cada vez más frecuentes, y la gente
pensara que su talento se había marchitado. Le satisfacía la publicidad que se
había dado de su último concierto en el palacio de la Embajada. Se vanagloriaba
cuando veía su imagen, como la de un actor famoso, en los carteles expuestos
por toda la ciudad, y el anuncio de su recital en las más importantes cadenas
de televisión y radio. Por eso le rendían
este homenaje: por ser el músico más destacado y porque desde esa noche no
volvería a dar ningún concierto.
De repente, al levantar la cabeza, vio a su bella esposa enfundada en el
traje rojo, más enigmática y sensual que nunca. Deseaba terminar el concierto
para dirigirse a su encuentro. Se sentía cada día más fascinado por aquella
mujer a la que amaba desde su juventud. Era su inspiración, aunque el temor a
perderla le impedía confesarle la verdad. En ocasiones se mortificaba y
reconocía que era un cínico, pero todo lo que había conseguido en la vida
dependía de su silencio.
Los truenos y relámpagos actuaban cada vez más espaciados. La tormenta
por fin se alejaba y todo volvía a la calma.
Cuando Paolo se disponía a reanudar la “Tercera balada de Brahms”, creyó
divisar entre los invitados el rostro de Alexandro. Quizá había sido un
espejismo, pero en ese instante recordó un pasado que creía enterrado. Un
escalofrío sacudió su cuerpo, como un mal presagio. Por un momento interrumpió
la melodía. Creyó ver odio y resentimiento en los ojos de Alexandro, y, en sus
labios, la sonrisa burlona de la Parca.
Simultáneamente una mano enfundada en un desaprensivo guante negro,
emergió por entre unos cortinajes del salón y tumbó uno de los candelabros. Las
velas prendieron fuego a una cortina. Como en una metástasis, las llamas
extendieron sus lenguas de fuego de los cortinajes al resto de la tapicería de
lujo dispuesta en una esquina del gran salón. Algunos invitados corrieron hacia
el extremo de la sala libre de las llamas, otros huyeron sin saber adónde. El
fuego, aunque de escasas dimensiones, había provocado el pánico necesario para
que el plan del vengador saliera según lo previsto.
Sonó un tiro. Su estruendo se confundió con el de un trueno.
El piano dejó escapar un acorde disonante.
Con la confusión del momento, nadie se percató del disparo ni del acorde
desagradable. Tampoco de que un cuerpo era
arrastrado hasta la puerta cristalera que ocultaba el cortinaje. Elena sintió
que una mano tiraba de ella, la rescataba de las llamas y, en un rincón, la besaba y le desgranaba palabras de amor.
En cuestión de minutos, con la ayuda eficaz de la servidumbre, se sofocó
el fuego y se restableció la calma. Las llamas sólo habían afectado a una
esquina del salón.
El embajador dirigió unas palabras de agradecimiento y pidió disculpas a
los invitados. Se congratulaba porque todos hubieran salido ilesos. No
obstante, proponía suspender el concierto hasta la noche siguiente o, si lo
preferían, tomarían un cóctel en el ala sur del palacio y continuaría la
velada. La gente prefirió seguir, intentando aparentar serenidad. Se decían que ya no iban a ocurrir más incidentes.
Al cabo de una hora, el embajador solicitó al pianista que les hiciera
el honor de continuar con el concierto de Brahms. Él asintió con un movimiento
de cabeza, se sentó al piano y comenzó a interpretar al genial compositor.
Los comensales lo escuchaban emocionados. No sabían si la emoción se
debía a los confusos episodios de esa noche o si realmente el músico tocaba
ahora con más garra y un dominio impecable. Los acordes eran más intensos, más sublimes, de un virtuosismo apabullante. Ni
el propio Brahms hubiera pensado que su obra sería tan oportuna para este
momento. Nunca fue tan bien aplicado el Allegro.
Tan impactados estaban los invitados que ninguno, ni siquiera Elena, reparó en que la pajarita del pianista era
negra en vez de roja.
ESTE CUENTO FUE GANADOR DEL XVIII CERTAMEN DE
CUENTOS “ VILLA DE MORALEJA” EN 2011
Rosa López Casero
CORIA
(Cáceres)
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