He sentido la muerte de una de las
escritoras más extraordinarias de la literatura española y mi pequeño homenaje
es dedicarle unas palabras para recordar a esta barcelonesa de 88 años que ha
llegado a ser una de las mejores novelistas españolas de la posguerra.
Original, creativa, con una vida
traumática (fue una niña robada y marcada por la guerra civil española) que
logró en vida el prestigio y reconocimiento que merecía. Escribió su primera
novela con sólo diecisiete años y ha sido una escritora fecunda.
Cosechó
éxitos en vida, obtuvo los más importantes premios (Cervantes, Planeta, Nadal,
de la Crítica, el Nacional de Narrativa, y fue propuesta, en 1976, para el
premio Nobel de Literatura). Ocupaba el sillón K de la Real Academia Española
de la Lengua.
En estos días han aparecido en
diferentes medios algunas de las citas que la escritora pronunció en diversas conversaciones
o entrevistas. Como estas:
a) “San Juan dijo: ‘El que no ama está
muerto’ y yo me atrevo a decir: ‘El que no inventa, no vive”. (Con estas
palabras comenzó su discurso de aceptación del Premio Cervantes en 2010).
b) “El Quijote es el primer
libro con el que he llorado, con la muerte del Quijote, por todo lo que
significa: El dejar que la locura desaparezca. Eso es terrible. El triunfo de
la sensatez”.
c) “El mundo hay que fabricárselo uno
mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que
inventar la vida porque acaba siendo verdad”.
d) “Todos nos acostamos con el lobo,
pero lo que no podemos hacer es confundirlo con la abuelita. Caperucita era
tonta”.
e) “Siempre he creído, y sigo creyendo,
que la imaginación y la fantasía son muy importantes puesto que forman parte
indisoluble de la realidad de nuestra vida”.
f) “Nunca me he aburrido. En esta vida
lo he podido pasar muy mal… y también lo he pasado muy bien. ¡Uf! Pero
aburrirme, jamás”.
g) “Ser vieja no está tan mal, la gente
te perdona todo. Para nada quisiera volver a mis 20 años. Ni a tenerlos
entonces, ni a tenerlos ahora”.
h) “La infancia es el periodo más largo
de la vida”.
i) “Me parecería una autentica falta de
cortesía que Dios no existiera”.
j) “Un gin-tonic te da
una lucidez bárbara”.
k) “El tiempo lo cura todo, pero también
lo quema todo. Lo bueno y lo malo. Te arranca de la memoria cosas que quisieras
tener ahí. El tiempo se lo lleva”.
l) “La ilusión por la vida nos hace
soportar la proximidad de la muerte”.
m) “En la literatura, como en la vida, se
entra con dolor y lágrimas”.
n) “Escribir es siempre protestar,
aunque sea de uno mismo”.
ñ) “Nunca me he desprendido de la
infancia, y eso se paga caro. La inocencia es un lujo que uno no se puede
permitir y del que te quieren despertar a bofetadas”
o) “Si no hubiese podido participar en
el mundo de los cuentos y si no hubiese podido inventarme mis propios mundos,
me habría muerto”.
p) “¿Qué es la felicidad? Son momentos.
Lo que no existe, creo, es la desgracia continuada, pero la felicidad intensa,
como lo que yo he vivido. ¿Todo el rato así? No podría soportarlo”,
q) “El dolor es más llamativo que la
felicidad”.
r) “Escribir para mí no es una
profesión, ni siquiera una vocación. Es una manera de estar en el mundo, de
ser, no se puede hacer otra cosa. Se es escritor. Bueno o malo, ya es otra
cuestión”.
Seguro que, en la galaxia donde se
encuentre, seguirá deleitando a otros seres con sus historias.
A nosotros nos dejó sus obras. Como
esta:
“Pecado de
omisión” de Ana María Matute
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le
quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la
escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único
pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era
el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda
y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado
paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte,
morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no
era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel
primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales
extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin
herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo
debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras
Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el
canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las
gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco
crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la
hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la
cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por
las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de
aluminio, sebo de cabra y cecina.
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y
brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don
Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo
junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la
mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala.
El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y
reventar.
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga
y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido
de él. Es listo. Muy listo. En la escuela…
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el
currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope
llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo
retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca
de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de
barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo
cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba
fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no
bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les
subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las
cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol,
alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del
amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope
solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba
quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un
bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo,
cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes.
Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año,
dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el
zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte,
crecido como un árbol.
-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y
no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que
jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando.
Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la
escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba
corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para
abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso
llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le
conoció. Sonreía.
-¡Lope! ¡Hombre, Lope…!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño
tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus
bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel
Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los
cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió,
sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera,
gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el
juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos
grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con
las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual.
La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil,
extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de
Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta,
fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media
vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía
llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa,
mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la
labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y
vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas
piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared
derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba,
reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y
el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar
de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas,
subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las
mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos
alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había
recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de
hambre si él no lo recoge…», Lope sólo lloraba y decía:
-Sí, sí, sí…
No hay comentarios:
Publicar un comentario